En un lugar llamado
Mandouro vivían dos hermanas, solas, en una casa de labranza que les habían
dejado sus padres. Desde la casa se veía el mar y muchos navíos que allí
cambiaban el rumbo de Europa hacia los mares del sur. Una hermana se llamaba
VIDA y la otra MUERTE. Eran dos buenas mozas, robustas y alegres.
La que se llamaba Muerte era guapa, pero algo caballuna. El
caso es que las dos hermanas se llevaban muy bien. Como tenían muchos
pretendientes, habían hecho un juramento: Podían flirtear, incluso tener
aventuras con hombres, pero nunca separarse la una de la otra. Y lo cumplían
lealmente.
Los días de fiesta bajaban juntas al baile, adonde acudía
todo el mocerío de la parroquia. Para llegar allí, tenían que atravesar unas
tierras de marisma, con muchos lamedales, conocidas como Fronteira. Las dos
hermanas iban con los zuecos puestos y llevaban en la mano los zapatos. Los de
Muerte eran blancos y los de Vida negros.
En realidad, esto que hacían las dos hermanas era lo que
hacían todas las muchachas. Iban con zuecos y los zapatos en la mano para
tenerlos limpios al a hora de danzar. Así que se juntaban en la puerta del
baile hasta un ciento de zuecos, como barquichuelas en un arenal. Los
muchachos, no. Los muchachos iban a caballo. Y corcoveaban en sus cabalgaduras,
sobre todo al llegar, para impresionar a las chicas. Y así iba pasando el
tiempo. Las dos hermanas acudían al baile, tenían sus quereres, pero siempre,
tarde o temprano, volvían a casa.
Una noche, una noche de invernada. Hubo un naufragio. Porque
este era un país de muchos naufragios. Pero aquel fue un naufragio muy
especial. El barco se llamaba Palermo e iba cargado de acordeones. Mil
acordeones embalados en madera. La tempestad hundió el barco y arrastro el
cargamento hacia la costa. El mar, con sus abrazos de estibador enloquecido,
destrozó las cajas y fue llevando los acordeones hacia las playas. Sonaron toda
la noche, con melodías más bien tristes. Era una música que entraba por las
ventanas, empujada por el vendaval. Como todas las gentes de la comarca, las dos
hermanas despertaron y la escucharon también, sobrecogidas. Por la mañana, los
acordeones yacían en los arenales como cadáveres de instrumentos ahogados.
Todos quedaron inservibles, menos uno. Lo encontró un joven pescador en una
gruta. Le pareció una suerte tal que aprendió a tocarlo. Ya era un muchacho
alegre, con mucha chispa, pero aquel acordeón callo en sus manos como una
gracia.
Vida se enamoró tanto de él en el baile que decidió que
aquel amor valía más que cualquier vínculo con su hermana. Y huyeron juntos,
porque Vida sabia que Muerte tenía un genio endemoniado y que podía ser muy
vengativa. Y vaya si lo era. Nunca se lo ha perdonado. Por eso va y viene por
los caminos, sobre todo en las noches de tormenta, se detiene en las casas en
las que hay zuecos en la puerta, y a quien encuentra pregunta: ¿Sabes de un
joven acordeonista y de la puta de Vida? Y a quien le pregunta, por no saber,
se lo lleva por delante
Manuel Rivas